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Gabriela Pino ©
all rigths reserverd
Recorriendo la instalación, poniéndome debajo y dejándome sentir su peso, su opresión (yo que soy un poco claustrofóbico), me dejaba llevar por ese brillo, y pensaba en el oro que alguna gente lleva encima. Esto es un monumento a los grasas, pensé. Es una discoteca vista de día, cuando queda claro que la promesa del goce de la noche aún no ha llegado, o ya se ha ido, dejándonos con esa tristeza que la noche a menudo produce. No hay nada peor—estéticamente—que el oro, que ese brillo ridículo y hortera, por muy fina que sea la pieza que uno lleva encima, collar o reloj, o lo que sea. Monumentalizarlo de esta manera, dejarlo que brille, que prometa, como el oro y el brillo siempre parecen hacer, me hace reír.
Ese bosque, con frondas de latas de membrillo, es una obra cómica de lo más fino. Creo que hay que tener sentido del humor, y un poco de mala leche, para apreciarla. Por eso me extrañó, al principio, que Alberto Méndez dijera que le faltaba algo. Pero Alber tiene razón. A “Naturaleza lúdica” le falta una vuelta de tuerca.
La obra anterior de Gabriela, “Mi nombre es blancanieves”, una instalación maravillosa hecha con cajas de fruta y cientos de manzanas, tenía como soporte mítico el cuento de Blancanieves y todo el andamiaje, tan pesado, de la industria Disney. Cientos de manzanas—¿envenenadas?—que se derramaban de aquella choza de tablitas, exageraban el mito y lo ponían en perspectiva. ¡Cuántas Blancanieves quedan todavía por envenenar! O en realidad: ¡Cuántos mitos de lo femenino quedan todavía por desmitificar!
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